Nada más llegar al centro de la ciudad lo noté. Esa calma intranquila, solemne. El aire parece espesarse, la vista se me nubla. Nunca grito consignas ni hago ruido. En estas situaciones no me salen las palabras. Me acuerdo de mi abuelo, quien se libró de ir a la guerra por falta de personal en otro frente mucho menos violento: la red ferroviaria, que por aquel entonces era pública. Me acuerdo de los relatos que cuenta mi tía sobre los disparos que se escucharon cerca de la casa donde yo, más tarde me crié. Me acuerdo de mi padre, que fue policía y que también pasó lo suyo. Me acuerdo de las típicas, y también contradictorias, “Con Franco no pasaba esto” o “Todo ha cambiado mucho con la democracia”. Me quedo en silencio y camino junto a la masa. Encuentro a Joaquín, un buen amigo, y a Nieves, su compañera de piso. A pie, llegamos hasta casi el final de la Calle de Colón, por donde avanzamos con dificultad. Desde Colón hasta Guillem de Castro, desde el ángulo que delimitan Barón de Cárcer y San Vicente, hasta la estación de ferrocarriles, Marqués de Sotelo, Ribera, Passeig de Russafa, Félix Pizcueta, en incluso alrededor de la plaza de toros, la inconformidad lo cubre todo. Los políticos españoles lo han logrado, han conseguido tener a la gran mayoría en contra, en la “calle”, y no solo entre comillas, sino literalmente. El juego sigue, ¿por tradición?, disputándose entre dos: quien oprime y quien es oprimido. Ese espacio me atrae, el que existe entre las cosas, entre las mentes, entre la gente. El de los significados complejos que tímidamente asoman de lo banal. Miro al suelo, el 14 de noviembre, en Valencia, y veo el charco de sangre que brota del cuerpo de un manifestante, al ser golpeado por un agente de policía. Tomo conciencia de que queda un signo, una huella, un indicador de lo que está pasando en un tiempo y en unas circunstancias sociales concretas, o un signo pictórico resuelto por un miembro de la Policía Nacional.
JUAN SÁNCHEZ, Notas, València, 2012.